S Clarós
Venimos
encadenando en lo que va de siglo almenos siete calamidades o plagas que
azotan el mundo. No son fenómenos pasajeros sino crisis estructurales de
alcance planetario, que son consecuencia de la acción humana. Nunca antes las
generaciones presentes hemos visto una secuencia de acontecimientos de tal
frecuencia y gravedad: la crisis climática, una recesión económica seguida de
una pandemia, una guerra en Europa y una crisis energética a escala global, y también una grave sequía con mayor afectación en la península Ibérica. Todas ellas están relacionadas de alguna forma y tejen
lazos de realimentación que las superponen y las agravan. Todas advierten
del fin de una era, de un modelo económico, de un estilo de vida. Quizás
estamos ante lo que algunos llaman un cambio de civilización.
Nací en la segunda mitad del siglo pasado, cuando fenómenos climáticos y avatares económicos empezaban a mostrar otra cara del progreso que parecía pasar desapercibida. Vi en mi adolescencia como los glaciares del Pirineo empezaron a resquebrajarse. Más adelante el paro se cebaba con los jóvenes al tiempo que una reconversión industrial echaba a los mayores de las minas, los altos hornos y los astilleros. Creo que no fue hasta 1992, con la lectura de Más allá de los límites del crecimiento, que tomé consciencia que el calentamiento de los océanos y la crisis ecológica perpetrada por las economías dependientes de los hidrocarburos era la mayor amenaza jamás vista. Devoré las páginas de aquel libro publicado en español por El País Aguilar que era la revisión 20 años después del mítico informe del Club de Roma, de los profesores Donella y Denis Meadows y J Randers, del que había oído hablar.
Los
enormes incrementos de productividad acumulados desde la revolución industrial,
es decir, el progreso en términos de crecimiento económico, de población,
infraestructuras, etc. solo fue posible gracias a la explotación a gran escala de los combustibles
fósiles, o sea, consumiendo la reserva energética de la fotosíntesis del pasado geológico del Planeta.
El calentamiento global, el declive exponencial en cantidad y calidad de los
recursos naturales, y la explosiva colonización humana de los hábitats, todo
ello facilitado por el enorme potencial energético fósil, nos enfrenta ahora al
colapso económico debido a la desestabilización de los ecosistemas por pérdida
de biodiversidad.
La
gran recesión a raíz de la quiebra del banco americano Lehman
Brothers, que se propago cómo una plaga por las economías
industriales del mundo, es el enésimo aviso de pánico al orden neoliberal,
osea, a la financiarización de la economía. Pocos años después del crac de la
bolsa leí la ópera prima de la economista Carlota Pérez
Revoluciones tecnológicas y capital financiero. La dinámica de las grandes
burbujas financieras y las épocas de bonanaza en versión española publicada en
2004 por Siglo XXI editores sa, que me hizo comprender cómo el capitalismo
desde la revolución industrial conduce de forma periódica y recurrente al fallo
general del sistema. El de 2008 fue el más grave hundimiento del sistema
capitalista vivido por las generaciones actuales, del que sólo se salió con un
enorme sacrificio de las clases trabajadoras, con el rescate de la banca con
dinero público y grandes pérdidas de poder adquisitivo y de patrimonio de las
clases medias. La pérdida también de confianza en las instituciones levantó la
polvareda populista, alentando nacionalismos y neofascismos que han cambiado
mayorías parlamentarias y encumbrado personajes cómo Donald Trump, una
agitación que todavía perdura.
La pandemia de la Covid19 vino a rematar la crisis económica añadiendo un nuevo parón mundial además de grandes dosis de incertidumbre. Aquella crisis mostró cuan grande y acomodaticia al poder es la torpeza humana que abandona a la gente al desabastecimiento de bienes y servicios esenciales. Y también cómo de grande puede ser la respuesta solidaria cooperando en la fabricación de vacunas y levantando hospitales en tiempo récord para salvar vidas. El hombre, las sociedades, los Estados, son capaces, incluso en la indigencia de las crisis, de crear un futuro mejor cuando tienen una misión, diría la economista Mariana Mazzucato. Cuando se fijan objetivos sociales, económicos y políticos. Por ello, la crisis de la Covid19 representa el regreso del Estado después de décadas de neoliberalismo. A diferencia de la respuesta gubernamental ante el hundimiento financiero en 2010, en 2020 el Estado protegió a los trabajadores con los expedientes de regulación temporal de ocupación y el ingreso mínimo vital, y después la reforma laboral, la memoria democrática, la excepción ibérica del mercado eléctrico, la ley de la vivienda y otras han devuelto al poder político el control de lo público.
Siempre
pensé que, a diferencia del anterior ciclo, en esta ocasión el mundo no
entraría en guerra. Me equivoqué. En el planeta todo está interconectado,
también el poder que se balancea en un ecosistema llamado geopolítica mundial
donde se dirimen los intereses de las partes. El conflicto sigue siendo la
criminal arma arrojadiza que remueve equilibrios y consensos para alcanzar
otros distintos a merced de quienes tienen el poder militar suficiente. La
guerra de Ucrania exhibió un arsenal de persuasión global: el
control del flujo de hidrocarburos a Europa, el granero de cereales de Ucrania
al resto del mundo, el control de los puertos mediterráneos de la península de
Crimea. El conflicto armado ha tensado todos los frentes, el político y
militar, por supuesto, pero también está acelerando otra de las plagas que ya
está aquí: la crisis energética. Europa acelera el cambio de
modelo energético para acabar con la dependencia de los combustibles
fósiles de importación. La crisis por falta de suministros y elevados precios
energéticos está replanteando el mapa industrial del continente y ha puesto en
tela de juicio a más de un gobierno como el del presidente Macron en Francia.
De niño iba ocasionalmente con mis padres y hermanos a un pueblecito del Montseny de visita a los tíos y primas de mi madre. Ramón, que era el
primo varón regentaba la gasolinera sita en la calle mayor del pueblo. Mi
hermano y yo pasábamos la mañana en la gasolinera ayudando a Ramón, que nos
dejaba aguantar la manguera mientras él bombeaba manualmente el surtidor
que ahora es una pieza de museo, así nos ganábamos unas propinas que
generosamente donaban todos los automovilistas. Antes de 1973 la gasolina era
extraordinariamente barata, ello explica las generosas propinas, una práctica
entonces muy común, todavía más si el receptor era un niño sobrino de Ramón. Y
también explica el crecimiento exponencial de las economías. En Catalunya
había una importante ocupación industrial que facilitó el acceso a segundas
viviendas a una clase media cada vez más numerosa. Las comarcas del área
metropolitana de Barcelona se
llenaron de urbanizaciones con parcelas adquiridas fatigosamente por familias que aspiraban a construir
su torre a la que podían llegar todos los domingos con su
automóvil, generalmente utilitarios de la marca Seat o Renault. La llamada
crisis del petroleo del 73 supuso un aumento repentino del preció de la energía
empezando a lastrar las cuentas de resultados de las empresas industriales.
Por
aquel tiempo la mayor parte de campos del entorno metropolitano eran campos de
cereales, cultivos de secano que en primavera aparecían salpicados de
amapolas. Pero con el tiempo, el color dorado de los campos fue cambiando al
verde de las hortalizas y cultivos de regadío, seguramente más rentables para el
labrador que podía conectar a una red de irrigación con
aspersores. Eso ahora sería un lujo asiático imposible porque se va
poniendo de manifiesto que el aumento de la producción agrícola requiere energía, sobretodo
para la producción de fertilizantes, y mucha agua, dos recursos que
escasean. El actual no es el primer episodio de sequía de cierta
gravedad, tendremos más y con mayor frecuencia porque el calentamiento
global está cambiando el clima. Deberemos adaptar cultivos, masas forestales y
replantear actividades cómo, por ejemplo, el turismo.
La
séptima plaga es tal vez el propio capitalismo patriarcal. Tim Jackson en su
libro Postcrecimiento. La vida después del capitalismo deduce que un
capitalismo generalmente patriarcal ha favorecido la mentalidad de
frontera, brutalmente masculina, cargada de testosterona, en lugar de
una perspectiva más relacional. La orientación obsesiva por franquear los
límites físicos del planeta, las leyes de la termodinámica, i aspirar a un crecimiento
infinito, es algo completamente irracional, que no conduce nunca al fin perseguido. Confundir un
mundo imaginario sin límites con el mundo real que tiene sus limites es la idea
errónea de progreso del capitalismo que está profundamente marcada por el
ímpetu de la consecución. Este mundo necesita una sensibilidad más
orientada a las relaciones y los equilibrios de la vida para abrazar
la idea de la adaptación que significa aplicar toda la
inteligencia y la imaginación para sustentar, mantener, la vida ante
cualquier otra solicitación.
Mot bon article, amic Salva. un repàs de les darreres decades a Catalunya de creixement o desenvolupament basades en un preu del petroli barat sobre el qual s'ha construït un model d'ocupació territorial i per extensió de mobilitat i de consum.
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