S. Clarós
Hace justo un año, cuando el enfrentamiento entre los
socios de coalición llevó a Junts per
Catalunya a salir del Gobierno de la Generalitat, se me antojó que era el
fin de aquel episodio que se había iniciado con la polarización soberanista del
procés. Que se revertía el proceso a
través del cual los astros catalanes, atrapados por un campo de fuerzas emocional,
dejaron de girar según la newtoniana lógica de clase para hacerlo alrededor de un nuevo eje cuántico soberanista. La nueva órbita cambió
lógicas y mayorías parlamentarias hasta su colisión en la fallida declaración
de independencia. Con la crisis del gobierno de la Generalitat de octubre de
2022, el nuevo campo de fuerzas del independentismo sucumbía por fin ante un
argumento de calibre superior: el conflicto social de clase que nunca dejó de
estar ahí, y otro más débil: el enfrentamiento partidista que venía desgastando
y desacreditando el orden gravitacional de la política catalana. Permanecían, sin embargo, tras la colisión y ruptura del Gobierno, algunos fragmentos del
contexto orbital que, cual cometas, nos visitan a menudo para el deleite de
soñadores.
En el momento actual ha remitido la gravedad del contexto
catalán, y la sombra de sus amenazas, aun siendo del calado de la crisis
climática, la sequía y los síntomas de desaceleración de la economía, entre
otros, ante una guerra en la frontera de Europa que se alarga. Tras las
elecciones del 23J y la fallida investidura de la derecha rampante, o la
“derechona” como diría Francisco Umbral, un aire de alivio barre la Península
con el deseo de un otoño más húmedo a la espera de la investidura de Pedro
Sánchez y posterior reedición del gobierno progresista. La llave para que
ocurra, en la España dividida casi a mitades donde desempatan y deciden los
escaños nacionalistas y regionalistas, es un acuerdo a varias bandas con
la condición de iniciar un proceso que lleve a resolver el problema de la
estructura territorial del Estado. El independentismo catalán exige además una
amnistía para los procesados en los hechos de octubre de 2017.
Los de mi generación asociamos amnistía a reconciliación.
En el recuerdo permanece indeleble aquel clamor popular “Llibertat, amnistia i estatut d’autonomia” que era el principio
fundacional de la Assemblea de Catalunya.
Aquello se saldó con una Constitución que dio lugar al estado democrático de
las autonomías, bajo delicados equilibrios entre las fuerzas políticas, el
hervor de la calle y la vigilancia tensa en los cuarteles. La apelación a la
convivencia era patria común de una mayoría cuya primacía fue la transición
hacia un estado democrático rehuyendo el conflicto civil y dejando atrás 40 años
de dictadura.
Si pronunciar la palabra amnistía causa revuelo, ahora
que los ecos del 15M de 2011 que daban por superado el “régimen del 78” suenan
cada vez más lejanos y las izquierdas espumeantes emergidas de las
efervescentes plazas sedimentan y solidifican el corpus político, es por la
latencia de un conflicto aun no resuelto. La intolerancia y la cerrazón,
incluso el odio remanente se ha ido ensimismando entorno a la extrema derecha
populista que aquí, como en otros lugares de Europa, desplaza el centro de
gravedad del conservadurismo hacia extremos fascistoides. En cualquier caso,
observamos como el nacionalismo español se crece en la medida que la
reivindicación independentista se hace consistente, y viceversa. El “a por
ellos” define perfectamente la esencia populista: “nosotros” contra “ellos”. O
sea, la necesaria fractura del espacio político, que es la única forma bajo la
que sobrevive el populismo. No esperemos acercamiento por ese lado.
La amnistía no pretende resolver el conflicto. Como dicen
los líderes independentistas, solo es el principio porque su cometido es otro.
Es la condición necesaria para una reconciliación que transforme el enemigo en
adversario, sin la cual no es posible la democracia. Entonces, hay que entender
la amnistía desde el acuerdo y el compromiso de quienes se proponen redefinir
el marco territorial desbordado por el sentir y la aspiración de los
territorios y nacionalidades, y precisa en consecuencia una enmienda al actual
Estado de las Autonomías. Amnistiar es dejar sin efecto actos y sus
consecuencias jurídicas que fueron cometidos ante aquella insuficiencia. Ante
la incapacidad del Estado para dar cumplimiento al sentir popular.
¿Cuál será el siguiente paso? No todos los problemas se
resuelven votando. Algunos exigen algo diferente a lo que se consigue cuando
una votación configura una mayoría. Daniel Innerarity dice con relación a la
petición de referéndum que: “no se trata tanto de votar como de construir este
tipo de voluntad popular que se fracturaría si se tuviera que votar, o sea, una
victoria de unos contra otros. Hay cuestiones que se pueden resolver
simplemente contando los votos, pero otras para las cuales hace falta un
acuerdo más amplio, o sea, una voluntad política más integradora”. Para ello
hay que alcanzar un nuevo acuerdo o contrato social entre los
territorios y naciones que establezca un nuevo marco de relación y convivencia.
Si se me permite una excursión al origen etimológico,
señalaría la diferencia entre escoger o elegir y refrendar. Un referéndum debe
servir para confirmar con el voto popular directo una decisión, una ley. En
consecuencia, se lleva a referéndum algo que está maduro para que lo sancione o
no el pueblo. No es el caso de la independencia de Catalunya, donde la opinión
está dividida al menos a mitades. Donde no hay acuerdo, no ya entre catalanes y
españoles sino entre los mismos catalanes. El acuerdo para un nuevo marco de
encaje de la nación catalana en la Constitución debe ser construido sobre esa
voluntad política más integradora a la que se refiere Innerarity. Un logro
perfectamente posible si se aborda desde la voluntad de reconciliación, la
generosidad y la determinación, como se ha señalado desde los partidos de la
coalición de gobierno.
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