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diumenge, 16 d’octubre del 2022

Un país en la penumbra

 



S. Clarós

Una vez rota la coalición de gobierno independentista, se cierra definitivamente en Catalunya el paréntesis iniciado con la polarización soberanista del «procés», un duelo entre Catalunya y España que ha enfrentado a la ciudadanía y ha interrumpido la acción del gobierno. El proceso se inició cuando la órbita política catalana viró, en su definición política, del dominio de clase al sentimiento nacionalista, uniendo contra naturaleza fuerzas antagónicas que cambiaban también mayorías parlamentarias, y llevarían a la fallida declaración de independencia. Esa alianza para la independencia ya no existe. La ha destruido una fuerza superior: el conflicto social, y una fuerza inferior: el interés partidista. Lo ha certificado la ruptura del gobierno de coalición entre ERC y Junts per Catalunya. permanecen, sin embargo, la estela emocional que para muchos sabe a fracaso o engaño, y también las razones de contexto que perduran. El independentismo se hinchó por la grisura de los tiempos y el malestar colectivo que, sumado al peso cambiante de los argumentos históricos, políticos y culturales que siempre ha esgrimido el alma soberanista de este país, ofrecía en bandeja una excitación populista que desafiaba la pérdida de confianza en las instituciones. 

Los hechos de octubre de 2017, momento álgido del proceso, estuvieron precedidos por la revuelta ciudadana del 15M de 2011, cuando la desafección y la indignación habían socavado el estado de ánimo colectivo, y sembrado malestar y miedo en las clases medias en recesión, sumando el enfado de los colectivos más precarios temerosos de un futuro incierto. Se vislumbraban nubes de tormenta insinuando crisis que estaban por venir. En Catalunya, la reacción a la indignación y el cansancio tuvo más de arrebato que de inteligencia. La crisis del gas, la inflación y las noticias que llegan de Ucrania que mantienen Europa con el corazón en un puño, la crisis profunda en Reino Unido y una primera ministra italiana de ultraderecha -como flashes de actualidad- describen cuál es todavía el contexto global del malestar: un mundo dislocado que ya no responde a los resortes esperables porque ha cambiado modernidad industrialista por sostenibilidad y digitalización; que interroga constantemente sobre si ir de vacaciones al Adriático o salvar el planeta; que fascina con TikTok y teme a la vez la brecha digital; que no percibe todavía las luces del cambio sino una penumbra llena de amenazas y una carencia clamorosa de proyecto creíble para Europa, para España y para Cataluña, que oscurece el presente. Son las razones de contexto que perduran y que agitan ahora aquí, ahora allá, la escena europea. 

Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) había ocupado durante 23 años el espacio del catalanismo político, mientras que Esquerra Republicana, el partido histórico, no encontraba su sitio, tampoco en su breve paso por el tripartito. La crisis por jubilación política de Jordi Pujol trascendía la mera sucesión. De repente se desplomó la imagen del plácido oasis catalán que había cultivado el pujolismo, emanando la putrefacción de una casta política instalada en el poder que no salía de su asombro viendo las masas circundando el Parlament e insultando a los honorables consellers, porque sólo podían imaginarse a los catalanes protestando contra España. En respuesta, los herederos de la extinta Convergencia redirigían la ira llamando a sublevarse contra el orden constitucional, aquel «régimen del 78» que ellos mismos habían contribuido a construir. El exceso emocional, tanto la desesperación como el frenesí, es peligroso porque la misma causa que puede derrocar a un gobierno en un estallido de rencor proyectado hacia las instituciones o hacia las clases dirigentes de un país, puede llevar a la presidencia de la máxima institución a un lelo o un bobo. El trumpismo, por ponerle nombre.

La incapacidad de afinar los marcos políticos de encaje de Catalunya dentro del Estado, porque ni desde Barcelona ni desde Madrid se luchaba por nada que no fuera la confrontación que sumaba votos en los respectivos bandos, indicaba cual era el mar de fondo: un vacío por agotamiento de proyecto global. El proyecto de modernidad, la sociedad de consumo, los derechos sociales y el bienestar del siglo XX, aquél que impulsó el progreso económico catalán desde la fábrica con la mano de obra de los campos castellanos y andaluces, tocaba a su fin. La Catalunya de acogida y al mismo tiempo gueto en los barrios dormitorio del cinturón industrial de la metrópolis, ahora dignificados y democráticos, era contestada por un traspaís más esencialista que reivindica una específica catalanidad y se queja con impotencia del despoblamiento, y también el centralismo creciente del Estado.

Sin un proyecto estimulante para la Cataluña, España y Europa del siglo XXI, la política era mera gesticulación. Las redes digitales desbordaban la esfera de las mediaciones. Los partidos políticos se vieron sobrepasados ​​por movimientos sociales como la Assemblea Nacional de Catalunya (ANC). La deserción de la política puso las decisiones en manos del poder judicial, el único poder real todavía vigente, por bien que también cuestionado. Había saltado por los aires el pacto social que mantenía alguna cohesión en un contexto catalán y español políticamente débil y desamueblado.

Las clases medias catalanas, españolas y europeas, en plena transición pero con el freno puesto, con nostalgia de un estilo de vida que ahora se sabe imposible. La transición y el cambio de paradigma es global. Cambian los valores, se difuminan los contornos conceptuales de lo conocido o que se creía conocido. Caen fronteras virtuales en la concepción de género. Los conocimientos que costó tanto tiempo cultivar para una vida profesional han perdido valor. Se apilan montañas de electrodomésticos que ya no tienen uso, al tiempo que crece el escepticismo hacia las ciudades sin coches, vacaciones sin viajar al extranjero, identidades digitales y algoritmos que suplantan a trabajadores... Los cambios de paradigma global, como la actual cuarta revolución industrial, siempre tienen efectos traumáticos sino violentos, porque desaparece una lógica, un sentido común social que como el viento del desierto borra huellas y caminos sin los que la política deambula indigente, sin rumbo. El “procés” no es un fenómeno aislado, en EE.UU. tampoco se recuerda un episodio como el asalto al Capitolio animado por el propio presidente. Ni la difunta Isabel II había imaginado que tras perder el imperio, se encontraría en las puertas de la muerte al borde de la quiebra económica del país.   

Catalunya vive en un estado de ánimo crepuscular, de semiconciencia, moldeado todavía por gestos, por afectos y desafectos, sin acabar de desentrañar cuál es el proyecto de país: cómo electrificar la movilidad, descarbonizar la economía, preservar los parajes y ecosistemas, valorizar los trabajos de cuidados, domesticar las plataformas digitales y hacer, en definitiva, una transición justa que no se lleve por delante a los más vulnerables, y transforme nuestra pequeña economía en un momento en el que sólo ganan los grandes y fuertes o los que saben pactar y cooperar para ser competitivos. Vivimos tiempo de penumbra, y la única salida posible para iluminar el green new deal es recuperar la capacidad de diálogo y cooperación. Un escenario político que hoy se ve todavía lejos en una Catalunya cuyo gobierno prefiere estar en minoría antes que rectificar su ruta en beneficio de todos.

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