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dijous, 30 de desembre del 2021

Revolución industrial y reforma laboral

 


S. Clarós

La década de los 80, en los países industrializados, fue un tiempo de instalación, de promesas, expectativa, anhelos: instalación de las innovaciones digitales, creando un nuevo marco tecnológico que removía la estructura ocupacional, relaciones de producción, hábitos culturales. En 1982, Philips y Sony lanzaron conjuntamente al mercado el disco compacto CD, el primer formato comercial de grabación de audio digital. Instalación también de la democracia en España. Tras aprobar la Constitución, se creó el marco de relaciones laborales del Estatuto de los Trabajadores. La norma laboral, que acompañaría la fase expansiva iniciada en los años 60s con el empuje industrialista todavía bajo la dictadura, llegaba a España cuando las empresas industriales habían alcanzado ya la madurez y se disponían a librar el duro combate schupeteriano de la “destrucción creativa”. Schumpeter describió a inicios del siglo XX el proceso a través del cual las innovaciones tecnológicas compiten en un combate sin cuartel con el viejo y agotado statu quo empresarial que se resiste a ceder ante productos y empresas de nueva creación. Los productos digitales: audio, video, internet… conquistaban el deseo de las nuevas generaciones impulsando un proceso de mutación industrial que iba destruyendo lo antiguo para crear continuamente cosas nuevas. El CD barrió del mercado los discos de vinilo. Con la TV digital, la coreana Samsung desplazaba a las viejas Sony, Philips y Panasonic del liderazgo de mercado en la electrónica de consumo.   

El desfase entre el desarrollismo de la segunda mitad de siglo y la regulación tardía del trabajo explica quizás por qué la ley laboral en España sufriría diversas y frecuentes revisiones. Al poco de estrenar la democracia se dejaban sentir ya los amargos avisos de declive industrial. Cierre de empresas, paro y huelgas estaban al orden del día. Entonces el gobierno de Felipe Gonzalez, no ajeno a los vientos neoliberales que ya soplaban en Europa, emprendió la reconversión de la siderurgia, la minería y el sector naval mandando al paro a miles de trabajadores que ya no eran necesarios en el nuevo paradigma industrial. En la calle cundía el desencanto. Paro juvenil y pasotismo fueron dos síntomas del periodo de instalación, cohabitando el anhelo de cambio y la frustración. Ya en los años 90, el frenetismo financiero sobrecalentaba las empresas industriales bajo la presión extrema de altas retribuciones exigidas por el capital inversor que, sumado al estancamiento de la productividad, habida cuenta de la madurez de los mercados, desataría más si cabe el dictado del thatcherismo o reaganismo, que es la misma cosa, o sea la voluntad del capital financiero global, retrayendo de los salarios y de las condiciones laborales de los trabajadores la exigencia del accionista. Se enquistaba la precariedad. Cómo consecuencia del frenesí de un capital financiero que no paraba de hinchar burbujas especulativas que no tardarían en reventar, los gobiernos flexibilizaban, reforma laboral en mano, y devaluaban las condiciones de trabajo, mientras algunas multinacionales más exigentes deslocalizaban la producción primero a Europa del este y luego al continente asiático: Sony, que fue líder de mercado en el sector de la electrónica, clausuró en 15 años todas sus fábricas de televisión en Europa, una en Alemania, dos en Reino Unido, y la última en Barcelona en 2010.   

La última depreciación del capital laboral la hizo el Partido Popular con mayoría absoluta en el Congreso en 2012 cuando la burbuja financiera había ya colapsado. España se encontraba en lo peor de la recesión, pero el frenesí del capital financiero global había tocado su fin. El PP no quería percatarse que con el pinchazo de la burbuja en 2008 empezaba un periodo de pugna populista, donde quedaría también atrapado en medio de nacionalistas, negacionistas y antisistema, expresiones todas ellas de una profunda crisis institucional fruto de un aumento de la desigualdad, los abusos del capital financiero, de los oligopolios y la connivencia de los gobernantes. La crisis de gobernabilidad que atravesamos en esos años, y todavía perdura, responde a un cuestionamiento de la legitimidad del marco institucional establecido. Partidos xenófobos y pseudofascistas conquistaron posiciones de poder en algunos países del entorno, igual como en los años de la Gran Depresión previos a la Segunda Guerra Mundial. Pero el nuevo paradigma tecno-económico del ciclo digital estaba ya instalado industrial y culturalmente, y listo para su despliegue solo a la espera de una recomposición de las instituciones, del gobierno, del marco regulatorio laboral y financiero, del sistema educativo… todo, para generar un nuevo clima de confianza habilitador, con seguridad jurídica y con el liderazgo de los gobiernos para impulsar la recuperación. La UE reaccionó con un plan estratégico de reindustrialización liderado por la presidenta Úrsula von der Leyen: el Pacto Verde Europeo. Y tras la pandemia, un plan Mashall: los fondos Next Generation EU, para financiar la recuperación y el cambio de modelo productivo.

Ese es el contexto de la actual reforma laboral, una de las primeras reformas profundas que ha abordado el gobierno de coalición PSOE-UP con el fin de enmendar el marco regulatorio laboral. Mucho se habló de derogar la reforma laboral del PP, a modo de desquite, pero se trataba de otra cosa. Aquella regulación tan lesiva para los intereses de los trabajadores es hoy un sinsentido puesto que en el nuevo paradigma la exigencia del capital financiero global ha sido conculcada por la iniciativa institucional con el fin de emprender un periodo de crecimiento ahora gobernado por el capital productivo. Esta reforma no es una nueva imposición de los representantes del capital con mayoría absoluta en el Congreso sino otra cosa muy distinta: el fruto de una presión social creciente que ha fraguado el acuerdo entre sindicatos y patronales, auténticos valedores, ante la debilidad parlamentaria, del nuevo sentido común. Se trata de un marco regulatorio de mayor solidez para responder a los retos de un nuevo periodo en el cual el capital financiero será solo acompañante.

La industria del automóvil es sintomática del nuevo periodo que se avista: exhausta de la schumpeteriana destrucción creativa tras años o décadas de resistencia numantina del motor térmico que terminó con el pinchazo de la burbuja del Dieselgate, se rindió por fin a la electrificación y la digitalización.  Seat se dispone a relanzar la producción en la fábrica de Martorell ante inciertas expectativas energéticas y de materiales. El fabricante de cargadores para automóviles eléctricos Wallbox, la startup más exitosa de España, ha cuadriplicado las ventas y duplicado la plantilla en el último año. Retos y expectativas imposibles de abordar sin un marco regulatorio que asegure estabilidad. Para convertir esas expectativas bajo el nuevo paradigma industrial en inversión, creación de empleo y crecimiento es preciso establecer un marco institucional que favorezca la economía real. Para ello se requiere la intervención de las fuerzas políticas y la máxima concertación social posible impulsando acuerdos como por ejemplo en Catalunya el Pacte Nacional per a la Indústria, para alinear trabajo, capital inversor i estrategia gubernamental, entorno un proyecto común que en el caso del estado español es el plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. Aquellas fuerzas políticas que no lean bien el contexto de este inicio del periodo de despliegue del ciclo industrial de la digitalización serán apartadas por los propios actores sociales y económicos que son los más interesados en el despliegue y transformación de la cuarta revolución industrial. 

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